miércoles, 27 de febrero de 2008

CUENTO. 12 LA ENCINA SOLITARIA

PRESENTACIÓN


- Abuela,¿hay que ser mayor para escribir cuentos?

- No.
Yo cuando era pequeña ya escribía algún cuento.

- Y, ¿cómo eran los cuentos que tú escribías cuando eras pequeña?

- Eran cuentos como los de ahora y como los de siempre.
Un cuento siempre es un cuento, comience o no comience por ESO
- Y yo, ¿cuándo escribiré el primer cuento?

- Cuando tú quieras como otros niños lo hicieron.
Piensa y comienza el primero que pronto llegará el tercero

- Y ¿cómo sabes tú que si escribo el primero seguiré escribiendo más cuentos?

- Porque soy un poco “adivina” y además, porque cuando te gusta escribir y has escrito el primero, aunque sigas y sigas y sigas, nunca verás “el vaso lleno”

- Y cuando escriba el primer cuento ¿ya me llamaran “cuentista”?

- “Cuentistas” por lo del cuento y “escritor” por otras cosas que seguirás escribiendo.

- Pues mañana comenzaré mi cuento

- Y yo te ayudaré a hacerlo.
Porque leer y escribir son dos cosas que siempre llevamos dentro y las dos por igual queremos. Pero sólo cuando las ponemos en práctica, vemos realizado nuestro sueño.
Y ahora, escucha mi cuento que, cuando escribas el tuyo, será una fiesta leerlo.

“Había una vez, comenzó la abuela el cuento, un encinar en medio de una llanura.
Estaba rodeado de tierras de labranza y numerosos arroyos cubiertos de juncos y mazorcas.
En primavera, el verde y el color de sus campos le daban vistosidad.
En verano las espigas de trigo hacían guardia a su alrededor y en otoño, la tierras aradas en surcos y sembradas de cereales, esperaban de nuevo el brote de la primavera.
Las aves anidaban entre sus hojas, revoloteaban en sus copas y si el frío arreciaba, corrían a cobijarse entre sus ramas.
Conejos y liebres hacían sus madrigueras en los matorrales de su suelo.
Abejarucos y pájaros carpinteros, agujereaban las laderas de sus montículos y picoteaban la madera envejecida de sus troncos, para anidar en su interior. Lagartos y lagartijas invernaban entre sus piedras y, cuando llegaba la primavera, se extendían sobre las rocas para tomar el sol. Bandadas de mariposas revoloteaban durante el día por los aires del encinar y al final de la tarde... los búhos y las lechuzas salían de sus agujeros como compañeros de la noche.


Todo el encinar se sentía orgulloso de sus habitantes y era feliz en medio de aquel paisaje.
Cada año, al llegar la primavera, saludaba a las parejas de aves recién llegadas, les ofrecía su fruto como alimento y les cobijaban a la sombra de sus troncos o entre la frescura del juncal de sus arroyos.
Siempre tenía una sonrisa de cariño para todos.
Recogía entre sus matojos al conejo o la liebre perseguidos por los cazadores.
Ocultaba, entre sus retamas, a la codorniz y a la perdiz atacadas por los perros.
Ayudaba a la paloma herida entre sus ramas y... servía el alimento a los rebaños de ovejas que pastaban bajo sus copas.
Pero un día cambió todo en el encinar.
El hombre decidió extender sus tierras de cultivo.
Grandes máquinas comenzaron arrancar, en cepellón, cada una de las encinas y, en camiones, eran transportadas a parques, jardines y grandes rotondas de la ciudad.
Durante varios días el encinar estuvo ocupado por excavadoras. Desde la falda de la ladera iban subiendo, en rotonda, hasta el otero que se levantaba en medio de la llanura.
El último día por la mañana, cuando los obreros preparaban sus máquinas para seguir la obra, una voz se oyó desde lo alto.
- No arranquéis la encina del montículo. El señor quiere dejarla como recuerdo del gran encinar.


Esa tarde solamente quedó en el alto una de las encinas más veteranas.
Era la “encina solitaria”.

El paisaje quedó destruido, los arroyos despoblados y sus habitantes habían huido espantados por los ruidos de las máquinas excavadoras.
La alegría del encinar había desaparecido.
Las estaciones iban pasando sin el colorido y la vistosidad de siempre. El canto de las aves dejó de oírse.
Ya no sonaba, lejano, el picoteo del pájaro carpintero, ni revoloteaban en el aire las mariposas.
El canto del grillo y el bullicio de la cigarra ya se había olvidado.
La encina solitaria estaba triste.
No tenía compañía.

Un día una pareja de palomas llegó a posarse en su copa.
Revolotearon entre sus ramas, picotearon su fruto y, de nuevo, volaron hasta el arroyo.
La encina les siguió en su vuelo y pronto se dio cuenta que volvían con una ramita en el pico.
- ¡Por fin voy a tener compañía!, pensó la encina.
La nueva pareja había comenzado a construir su nido.
Otras aves se fueron acercando.
Como las palomas, hicieron también su nido y tuvieron sus crías.
Poco a poco fueron devolviendo la alegría al antiguo encinar.
Aquella primavera la encina recibió una nueva satisfacción.
Una mañana observó pequeñas hierbas que crecían a su alrededor.
El arado del hombre se había acercado a su tronco y entre sus surcos había tapado parte de su fruto.
Eran brotes y retoños del encinar.
La encina se sintió el árbol más feliz de toda la llanura.
Ya no estaba sola.
Las aves anidaron en su copa y se cobijaban entre mis ramas.
Los conejos y las liebres volvieron a corretear entre matorrales.
La perdiz y la codorniz anidaron en los trigales.
Los rebaños de ovejas pastaban en los abundantes rastrojos después del verano.
Las ranas volvieron a cantar en los arroyos más próximos y, los grillos y las cigarras frotaron de nuevo sus alas.
La encina dejó de ser solitaria.
De nuevo volvió la alegría, creció el bullicio y brotó a su alrededor la vida que, el hombre con sus máquinas, no había sido capaz de arrancar.

Y colorín colorado este cuento ha terminado
.